Llevo tiempo fascinada por el error.
Dudo que nadie pueda aseverar que no se equivoca (o no suele hacerlo) sin sonrojo. Bueno, conozco a unos cuantos pero ya sé de qué pie cojean. Ahora que mi hija se acerca al inicio de primaria, me pone los pelos de punta el temor con que se enfrenta a que algo “esté mal”. Salirse de la línea pintando, en el nº1 del ranking, seguido por equivocarse en la letra de las canciones. Ojo, autoestima y seguridad en ella misma en peligro.
Somos los adultos que somos, al menos en gran medida porque desde pequeñitos ha sido más sencillo descartar lo que no se ajustaba a unas expectativas como “mal”. Pero el mundo está lleno de grises, señores y señoras que viven en blanco y negro.
Nuestras cámaras digitales, teléfonos y tablets nos permiten rodearnos solo de lo que es visualmente correcto; a las fotos que no nos cuadran no les concedemos ni el beneficio de la duda de si a otro le van a encantar. Zas, borramos.
En los talleres para familias a partir del trabajo en foto que he ido realizando, me he dado cuenta de que es muy difícil hacer una sola foto de algo. Que no importe el resultado, que nos centremos en el proceso y que sea eso lo que transmita la foto. “Da igual si no es Instagramable , es tuya y para tí”, digo…pero no convenzo. Es superior a nosotros, hay que borrar y repetir. Sin ni siquiera mirar qué es lo que no nos gusta de esa foto.
Esta misma mañana me he tropezado, gracias a la siempre inspiradora Open Culture, con este magnífico post sobre la importancia del error nada más ni nada menos que por John Cleese. “Debemos deshinibirnos, tener la confianza de contribuir espontáneamente a lo que está sucediendo”. También dice que “Los problemas llegan cuando se niegan los errores. Así, no tenemos ocasión de corregirlos”.
El error es una fuente de recursos, de soluciones. De creatividad.
El miedo al error inhibe, frena la innovación, nos convierte en autómatas que se ciñen a “lo que está bien”. Lo instagramable, vamos.